por derecho o por tradición,
a lo largo de la historia la mujer nunca
ha contemplado la inmensidad de la Tierra
como lo ha hecho el varón.
Es cierto, vivimos en una sociedad androcéntrica,
“machista” le llaman algunos.
Tal vez no se interpretó bien a Protágoras
y efectivamente se creyó que el hombre
era la medida de todas las cosas.
Desde entonces la mujer calló, sufrió, se encerró,
no estudió, no trabajó y al hogar se dedicó;
el varón abusó, la menospreció y la humilló.
Y no fue hasta dos mil años después
que la mujer cayó en cuenta de que no era un ente más;
que tenía valores, pensamientos y sentimientos.
Es en ese momento cuando un pequeño sector de ellas
daría lugar al “feminismo”, que vendría supuestamente a ser
la antítesis del “machismo”.
Pero su presencia sólo puede entenderse
bajo la presencia del machismo, es decir,
el feminismo encuentra su posibilidad de ser
en la lucha contra aquello que no lo valida.
El feminismo encuentra su sentido y su razón de ser
en el objeto de su negación.
El machismo también lo genera y lo fomenta la mujer,
no sólo con las viejas actitudes y la baja autoestima
de nuestras madres de antaño; su incursión en la vida
política, económica, social y deportiva ha sido al estilo
machista, perpetuando el modelo de la masculinidad dominante.
El día que la mujer deje de sentirse menos
y no luche por ser como un hombre,
cuando deje de haber instituciones inocuas que
defiendan lo que ella sola puede defender,
entonces habrá equidad.
El ideal no es la igualdad absoluta;
no se trata de que las mujeres sean hombres,
sino de que hombre y mujer gocen de la misma
dignidad como personas.
Porque queramos o no, somos iguales en esencia,
pero diferentes por naturaleza.
